miércoles, 18 de febrero de 2009

¡Me quiero bajar!

En la década de los setenta circulaba un póster en el cual aparecía Mafalda que, con la boca bien abiertota, decía: “¡Paren al mundo! ¡Me quiero bajar!” Pues con esta misma frase estoy acabando el día. Me quiero bajar del puro susto.
Resulta que yo iba saliendo del metro cuando vi que hacia mí se dirigía Fermín, un cuate que estudiaba teatro en la Facultad. A pesar de que él llevaba gafas oscuras, lo reconocí, y le dije: “¡Fermín, qué gustazo de verte! ¿De dónde vienes?” El, al punto me la dejó ir. Dijo: “Vengo del hospital. Tengo que venir para que me chequen la cara porque un estúpido baboso me la hizo pedazos el año pasado.” Fermín se quitó las gafas y me mostró su nariz. En el tabique, entre ceja y ceja tenía un cicatriz roja.” Me tuvieron que poner una prótesis”, dijo. Y yo pensé: Pues no le quedó tan mal; porque la nariz dantesca de Fermín le afeaba la cara; y digo dantesca, no por diabólica sino porque tenía el mismo perfil del Dante Alighiere que aparece en las estampitas que venden en las papelerías. Pero no le comenté nada a Fermín porque hubiera sonado como un chiste de mal gusto. Fermín continuó: “Pero el pendejo dice que no va pagar la curación. Está entambado, y quiero que continúe allí por el resto de sus días, y que me pague, me tiene que pagar.” Fermín ya no me dio más información sobre cuáles fueron las causas de la golpiza, ni yo le quise preguntar porque me dio harta pena. Pero, no sé porqué, me imaginé que fue un chichifo el que lo golpeó. Para cambiar el tono de la conversación le pregunté si seguía trabajando en la UNAM; me dijo que sí y, “al fin estoy haciendo lo que siempre soñé: trabajo ante grupo; doy clases de actuación. Porque sí te acuerdas que trabajaba en el área administrativa, ¿verdad?” Yo le dije: “¡Oye, pues qué gusto, ¡muchas felicidades! Ya ves que, así como no hay dicha completa, tampoco puede haber desgracia completa.” Femín y yo nos despedimos con un fuerte abrazo. Y me fui al Centro con las piernas tembeleques de la pura impresión.
Al regresar del Centro, sonó mi celular. Era Rolando. Un cuate que conocí en una feria de libro y nos hicimos noviecines un tiempecillo. Y nomás de repente dejó de buscarme. Yo me dije: “No, pues otro más que aburro. Ni modo.” Total que contesto el teléfono y me dice: “Te he llamado a tu teléfono fijo y me dice una grabación que ya está dado de baja.” “Así es, le dije, lo di de baja porque una empresa llamaba seis veces al día para cobrarle a un tipo que había dado mi número telefónico. Qué milagro, cuenta, ¿qué ha sido de ti?” Y me va diciendo que el 15 de diciembre lo secuestraron. Había ido a dejar una amiga a la Terminal de Taxqueña. Se despidió de ella; se dirigió hacia el metro y al acabar de subir las escaleras, y justo en el puente que conduce a la entrada del metro, le salió un tipo gordo horroroso y comenzó a gritar: “¡Tú fuiste el que me robaste, hijo de tu pinche madre!” Y el tipo lo golpeó y Rolando cayó al suelo. Él quiso defenderse a palabras y a golpes, pero surgieron tres tipos disfrazados de policías y lo mantuvieron bocabajo, presionado contra el piso de tal modo que no se podía mover. Entre los cuatro lo pateaban e insultaban. Y la gente que iba al metro pasaba y apresuraba el paso para no terminar con un golpe. Total que los cuatro hombres se llevaron a Rolando, hecho un santo Cristo, a una camioneta. Y lo clásico: le quitaron tarjetas y las vaciaron en un cajero automático. A Rolando lo fueron a botar en un callejón de Cuernavaca. Así como lo lees: de Cuernavaca. Fue por él su hermano y lo primero que hizo fue meterlo al hospital donde le remendaron la cara. Rolando me dijo: “Ora que nos veamos, no te saques de onda cuando me veas, porque no me vas a reconocer.” Y yo, la verdad, no quiero verlo y no reconocerlo.
Qué cosas. Dos historias con la misma cara del horror. Y Yo como Mafalda: “¡Paren al mundo!...”

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